Acariciar algo hasta romperlo

Julio 2018

Bettina Brizuela expone instalaciones y videos a partir de su colección particular: vitrinas con piezas de porcelana rota, figurillas y souvenirs, que crean ecosistemas narrativos acotados, en los que piezas disímiles y semejantes se amenazan o se seducen mutuamente; y videos en los que la porcelana rota es restaurada y restituida espectralmente. Según Damián Cabrera, la exposición se presenta como una reflexión en torno a la herencia en tanto forma de memoria y maldición; y acerca de la acumulación de contenidos frágiles que pueden tanto revelar la constitución frágil de quien los conserva, como pueden, asimismo, romperse por la proximidad de su cuidado. El título de la muestra es una cita a la obra de un poema de Andrés Ovelar.

EL CUIDADO INFIEL

Aunque la herencia pueda ser interpretada en tanto don generoso —recibido como dádiva del pasado— la transición material y simbólica que supone la herencia —de un tiempo a otro, de un portador a otro— puede comportar una carga agobiante: el imperativo de preservar lo heredado, de hacerle lugar en la vida, inclusive contra la propia voluntad.

Existe la posibilidad de renunciar a lo heredado: cuando menos, sus astillas amenazantes pueden ser desviadas o limadas mediante transferencias de dominio y canjes; se puede, por qué no, ignorar la pulsión significante, sus manifestaciones, negando la posibilidad de que sentidos previos se inscriban en los campos comunes del presente asumido como propio, habitado por objetos, imágenes y palabras, impidiendo así que el pasado constituya permanencia.

¿Cómo enfrentarse, sin embargo, a las herencias indelebles e ineluctables —incluyendo aquéllas signadas por los afectos—, en las que la memoria insistente amenaza los límites de una autonomía, y parasitan la esfera propia para fijar, pese a uno, pese a todo, su continuidad de espectro? Quizás se pueda recibir la herencia de una memoria imperativa operando lo que Jacques Derrida define como una infidelidad[1]: aceptar recibir activamente algo, y curarlo; decidir qué escoger y qué transformar hasta que no quede nada intacto, nada ileso.

Mal de colección

            Un carácter común define el taxón de imágenes y artefactos que componen una colección. Primero, se formula una pregunta, y luego se agrupan y se enhebran las respuestas en serie, según criterios que ponderen su valor y su interés para el conjunto. (Es así como la repetición de un motivo, construye el sentido de una norma; pero, a veces, este sentido es cuestionado por una variante, una deformación).

Hay quien sostenga que hay que tener cuidado con el mal de colección. Éste consiste en la imposibilidad de ver más allá de la primera pregunta; el riesgo de encontrar —en todos lados, como infestación— las respuestas a ésta; o la dificultad de formular otras que renueven el acopio y la construcción de sentido a través de las cosas que nos rodean.

            Parte de la colección de Bettina Brizuela guarda relación con la maldición de los coleccionistas; sin embargo, allí donde la repetición no establece parentescos de clase, ella hace que imágenes disímiles cohabiten, como si de grupos étnicos enemistados se tratase; otras veces, la agrupación de las piezas crea paisajes y ecosistemas narrativos acotados —terrarios, maquetas y dioramas[2]— en los que souvenirs industriales del mercado se agazapan entre chiches de porcelana, amenazándolos o tratando de seducirlos; y, en ocasiones, llega al punto de forzar los parentescos, inventando o imponiendo artificialmente semejanzas y vínculos a través del revestimiento de una apariencia homogénea.

La comedora de vidrios

            Hay que medir la proximidad entre uno y los objetos de su afecto, tantear la elasticidad de las materias, sus límites para recibir el cuidado infiel que los traiciona y aprisiona, empujándolos hasta su punto de quiebre; para ver, de pronto, cómo las piezas rotas son restituidas fantasmagóricamente, cómo cobran vida, cómo se animan y reaparecen desproporcionadas.

Curiosamente, la suntuaria doméstica de Bettina Brizuela está compuesta por objetos frágiles, a su vez almacenados en vidriados contenedores. ¿No se revelan estos repositorios, que deforman y en ocasiones duplican su carga, una metáfora antropofágica? Quizás las materias ingeridas, trituradas y deglutidas terminen por abrirse camino hacia la superficie, transformando con sus fisuras la constitución devoradora.

Mientras tanto, el ojo vigilante de la Historia, espía desde el dorso inescrutable del tiempo esta transmisión de contenidos ya imparable. Quizás su fin último sea romper el mundo. Hacerlo pedazos.

Damián Cabrera
Asunción, julio de 2018

 

[1] Derrida, J. & Roudinesco, E. (2003). Y mañana qué. Madrid: Fondo de Cultura Económica.

[2] Hay que pensar, además, en el modo en que sus vitrinas conforman biósferas artificiales.